martes, agosto 02, 2011

02 DE AGOSTO DE 1979

Han transcurrido 32 años pero lo recuerdo como si hubiera sido sólo ayer.

Tuve el privilegio de conocer a Víctor Raúl tanto en sus lecciones magistrales en la Escuela de Dirigentes, el Parlamento Universitario, y los Coloquios de los jueves, como en las sabatinas chocolatadas japistas y los domingos en Villa Mercedes. Dios me dio el privilegio de tener padres apristas que me llevaron cerca al Jefe en los últimos cuatro años de su vida, que en mí fueron los primeros de mi militancia política.

Era la madrugada del 03 de agosto, cuando en mi casa sonó el teléfono. Era la llamada del Buró Nacional de Disciplina, que avisaba a mi madre que el c. Jefe había muerto y que había que estar temprano en la mañana en la Casa del Pueblo. Así llegó la noticia y la verdad no lo podíamos creer. Ya antes habían anunciado su muerte y felizmente había sido una falsa alarma. Siempre esperábamos un milagro divino. Pero no, era cierto, las radios de madrugada confirmaban la fatal noticia. Armando había confirmado el terrible desenlace.

Seis de la mañana. Todos en pie en mi casa. Siete militantes del aprismo estábamos ya listos, subiendo al viejo Chevrolet de mi padre, camino a Alfonso Ugarte. La mañana, gris, oscura, lloviendo. Los compañeros nos encontrábamos en la Casa del Pueblo y nos dábamos un fuerte abrazo de pésame y consuelo. Y la lluvia no pasaba, es que el cielo lloraba también a Víctor Raúl.

Los disciplinarios del partido, férreos hombres curtidos del dolor, sacaban grandes sogas para acordonar la entrada del local. “Tenemos que organizar la entrada de la multitud” nos decían. Así que a tender las sogas y convertirnos en parantes humanos para sostenerlas. La multitud iba llegando sorprendida y acongojada, humildes obreros, amas de casa, estudiantes, ancianos, nos iban rodeando y presionando por entrar. Era ya difícil contener la multitud y los japistas debíamos ser reemplazados por robustos disciplinarios que tomaban la posta.

Los japistas pasamos al Aula Magna. La fila de la gente para entrar, salía del Aula, subía la escalera y se extendía por el pasadizo de la Casona. Al entrar al Aula, tengo grabada en mi mente la escena, era un gentío vestido de luto. Casi al centro estaba ubicado el catafalco. Los compañeros a los costados, haciendo la guardia de honor.

La multitud ingresaba al Aula, y en la misma cola accedía a la capilla ardiente. Igual lo hicimos nosotros. El ataúd sólo mostraba casi medio cuerpo… Y ahí estaba él, el Jefe. El mismo que estampó su firma –sólo días antes, un 12 de julio- en la Constitución que no quiso promulgar el gobierno dictatorial. El hombre que nos había proclamado el amor a la vida, “viva la vida… y después de muertos…. Viva la revolución aprista”. El hombre que a pesar de estar ya enfermo, un 06 de enero de 1978, había proclamado su voluntad de cumplir con su destino, exclamando: “ YO NO ME CORRO”. El mismo hombre que durante la Asamblea Constituyente dio las mejores muestras de concertación en bien de la patria, dialogando con todas las fuerzas políticas, incluyéndolas activamente y comprometiéndolas con el proceso constitucional, dando pie a la formulación de una de las Cartas Magnas más avanzadas del Mundo.

Pero su imagen, no lo olvidaré nunca, no era la del hombre que habíamos conocido, del cual habíamos estado cerca, del que había recibido en mis propias manos la edición de lujo de “El año de la barbarie” de Guillermo Thorndike, que se sorteaba cada sábado –para leerlo durante la semana- luego de la Escuela de Dirigentes. Del hombre que había visto imitar pasos de ballet, escuchando música clásica, en su casa de Villa Mercedes.

Casi sin salir aún del shock, el c. Ricardo Soriano Sanz, nos pidió a un grupo de japistas hacer la guardia en el estrado de honor. Tiempo interminable en que vimos acercarse uno a uno a centenares de hombres y mujeres, llorando desconsoladamente ante el féretro. Madres con sus hijos, hombres recios quebrándose en llanto, otros agarrándose al ataúd, como si lo hicieran al pariente más querido. Ahí recordé la primera vez que ví a Haya de la Torre, en la Fraternidad de 1974, cuando una multitud hizo silencio al aparecer su figura, y luego ese silencio se volvió aclamación al solo ondear su pañuelo blanco. De la alegría y la exclamación al llanto y la congoja. ¿Qué hombre fue éste que logró tal contradicción de sentimientos?

Víctor Raúl no tuvo dinero, no tuvo propiedades, sólo tuvo coraje y amor por la justicia y la libertad, fue un hombre honesto, desprendido, humilde, siempre supo contener la vanidad que otros le pretendían inculcar. A eso se le llama VALORES, más importante que el poder, que las propiedades, que los regalos a la gente. Víctor Raúl fue un Maestro, porque formó al pueblo no solo con su conocimiento, sino fundamentalmente con el ejemplo de su vida.

Por todo ello, esa semana que duraron sus funerales, el pueblo peruano se movilizó desde los confines más alejados para estar cerca a su Jefe, al hombre que lo dio todo, a cambio de nada, cobrando simbólicamente un sol cada mes en su único cargo público, demostrando que su servicio no tenía como propósito el lucro personal. El pueblo lloró y marchó en largo y sentido peregrinaje hasta donde ahora reside la luz. Esa tierra bendita de La Libertad, donde se ha quedado también parte de nuestro ser, junto a Víctor Raúl.





Lima, 02 de agosto de 2011.

CURSO EN DESARROLLO INTEGRAL JICA - JAPON.

CURSO COHESIÓN SOCIAL Y LOS BICENTENARIOS. FIIAP - AECID.

PREMIACIÓN A LA MUJER CAJAMARQUINA

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